El contrato de fidelidad de la realidad virtual

La realidad virtual gana terreno y se consolida como una opción de ocio, y también una herramienta muy útil en terrenos como el diseño en todos los campos. A la vez, la experiencia de la realidad virtual debe seguir unas reglas complejas que consigan un objetivo: que sea coherente con lo que nosotros esperamos que suceda. O mejor dicho, lo que nuestros cerebros esperan. Si hablamos de videojuegos, en una experiencia 2D esperamos ciertas reglas que definan la experiencia. Si realizamos el salto a la realidad virtual, estas reglas deben existir también por el riesgo de que algo nos saque de la experiencia.

Este concepto tan singular se llama “contrato de fidelidad“, un término que defiende la desarrolladora Kimberly Voll y que viene a decir que los buenos videojuegos cumplen con las expectativas del jugador, o dicho de otro modo:

“El cerebro anticipa la consistencia, lo que significa que los diseñadores tenemos que entender nuestros espacios lo suficientemente bien como para no estropear lo que el cerebro nos da de forma gratuita. Cuando se rompe el contrato de fidelidad, el cerebro se da cuenta enseguida, y cualquier estado inmersivo es (a veces irreparablemente) dañado”.

Este contrato de fidelidad es importante por muchos motivos, siendo el principal no estropear la experiencia que supone vivir en un mundo virtual, por pequeños detalles. Un ejemplo que la misma desarrolladora pone sobre la mesa es muy sencillo: “he visto gente llegar a abrir el cajón al lado del que acaba de abrir, sólo para darse cuenta con frustración que no podía hacerlo porque ese cajón no fue modelado“. Ese simple hecho extirpa nuestra atención de la experiencia, destrozándola al instante.

Es algo que también sucede en juegos tradicionales, solo que la diferencia fundamental entre ambos escenarios es que en el juego tradicional no traicionamos a nuestros sentidos de la misma manera. En una experiencia plana, el modo en que interactuamos con el “mundo” es diferente y está modelada de otra manera diferente a la de la realidad virtual, en la que esperamos un grado de fidelidad con la realidad mucho mayor.

Eso no quiere decir que en la realidad virtual no podamos volar (cosa que sí podemos hacer) o flotar en un punto del espacio observando un mundo que podemos mover a nuestro antojo, sino que las reglas en ese mundo deben ser completas y consistentes. Similar al ejemplo del cajón no modelado, si estamos ante una puerta cerrada que tiene un pomo, esperamos abrirla de una manera determinada (girando el pomo). Hacerlo de otra manera rompe ese contrato de fidelidad y perjudica la experiencia.

Estamos hablando de fidelidad, pero no en el sentido de desplegar fantásticas experiencias visuales ante el jugador. Hablamos de fidelidad en las acciones y en las reglas sobre cómo funciona el mundo que se presenta ante nosotros. Es cierto que existen juegos contemplativos, que ofrecen al jugador ese tipo de experiencia tan satisfactoria. Pero a la hora de plantear realidad virtual creíble, el fotorrealismo, la calidad gráfica en sí misma, no es la solución. Tampoco en los juegos tradicionales: ayuda, pero sin una consistencia percibida en las reglas y en cómo funciona el mundo, no se consigue nada.

En el fondo es una cuestión de expectativas. Igual que en el videojuego tradicional, un glitch puede suponer un fastidio, pero no estropea la experiencia de manera irremediable, en la realidad virtual estamos conectados a ese mundo a un nivel superior, con lo cual cualquier inconsistencia se revela como el fin de la experiencia. Es, por decirlo así, lo mismo que pasaba en la saga de Matrix cuando los protagonistas experimentaban un déjà vu.

Vía | Voices of VR