Hoy en día muchos aspectos de la asistencia a la conducción en los automóviles dependen de tecnologías que han evolucionado desde ideas tan básicas como antiguas e importantes. Una de ellas proviene de finales del siglo XIX y principios del siglo XX: el piloto automático para avión.
Lo que hoy conocemos como el famoso “piloto automático” de los aviones fue invento de Lawrence Sperry, uno de los pioneros de la aviación, quien era a su vez hijo de Elmer Ambrose Sperry, que trabajó en uno de los primeros girocompases.
El girocompás es una especie de brújula capaz de mantener la orientación geográfica automáticamente gracias a un disco que gira y a la rotación terrestre. Internamente utiliza la física de un giróscopo, aunque no son lo mismo dado que el girocompás emplea además otros mecanismos para mantener la dirección, como un conjunto de cardanes. Básicamente estamos hablando de un aparato que, se mueva como se mueva una nave, en cualquier dirección, siempre sigue apuntando al mismo sitio respecto al norte geográfico (no al magnético) de la Tierra.
Aunque los primeros girocompases se patentaron en 1885 no fue hasta 1906 cuando Hermann Anschütz-Kaempfe consiguió fabricar un modelo que funcionara, comercializándolo en 1908 en barcos de la armada imperial alemana. Ese mismo año Lawrence Sperry lo patentó en los Estados Unidos y en 1911 se instalaba en la armada estadounidense, ya con un sistema de gobierno del barco mediante piloto automático. El primer piloto automático de este tipo guiaba los barcos. Como era previsible, Anschütz-Kaempfe ganó a Sperry en la lucha de patentes subsiguiente.
Lawrence, el hijo de Sperry, desarrolló el piloto automático para aviones en 1912, utilizando la idea básica del girocompás y conectando los indicadores de rumbo y altitud con el timón principal y el timón de profundidad del avión, de modo que un mecanismo hidráulico los mantuvieran estables. Era una idea tosca pero funcional; permitía mantener el avión a la misma altitud y en el mismo rumbo sin tener que sujetar los mandos para realizar correcciones, lo cual era todo un avance en aquellos tiempos en que eso suponía cierto esfuerzo físico para los pilotos.
Cuenta la leyenda que cuando le invitaron a demostrar su invento en 1914 en el Concours de la Securité en Aéroplane (un concurso de seguridad que se celebraba en Francia), instaló el invento sobre un biplano Curtiss C-2 y despegó. Una vez en el aire él y su mecánico se quitaron los arneses de seguridad, salieron de la cabina y se pusieron a caminar sobre las alas, desde donde saludaron a la multitud para mostrar que el avión se mantenía estable por sí mismo. La gente aplaudía entusiasmada. Sperry ganó los 50.000 francos de premio. El invento era algo más grande que una caja de zapatos y pesaba menos de 20 kilogramos, todo un logro.
Hoy los pilotos automáticos cumplen muchas más funciones, naturalmente. La electrónica los ha convertido en auténticas computadoras que hacen prácticamente todo el trabajo de los pilotos, y forman parte de lo que se llama Flight Management System. Pueden hacer ascender y descender el avión, variar la velocidad o incluso seguir un rumbo o un plan de ruta, tan solo con programarlo previamente. También pueden alinear el avión con las pistas de los aeropuertos y, en muchos casos, realizar aterrizajes automáticamente, aunque siempre bajo la supervisión continua de los pilotos.
El paralelismo con los automóviles es evidente, y es porque estas tecnologías han seguido sendas paralelas, a veces un tanto peculiares, como las del control de crucero o las mejoras en cuanto a radionavegación que utilizan de forma común automóviles, aviones y barcos. Toda una señal del interesante camino que todavía nos queda por recorrer en el mundo de la tecnología aplicada.