El ajedrez ha sido considerado históricamente un ejemplo de deporte en el que reina el fair play. Tan es así que las reglas dictan que se puede dar por perdida a cualquiera de las personas participantes por negarse a saludar al oponente al principio de las partidas. Pero como en todo deporte, siempre ha habido tramposos que han intentado aprovecharse de situaciones en las que un consejo o un movimiento concreto pueden decidir el desarrollo de una partida. Y con la tecnología actual esto es más fácil que nunca. Para algunos expertos, la inteligencia artificial ha traído toda una nueva crisis del ajedrez.
En los tiempos que corren, el poderío de la inteligencia artificial aplicado al ajedrez por computadora es tal que prácticamente cualquier dispositivo «inteligente» puede realizar un análisis profundo y preciso de una posición, dando una ventaja incluso a jugadores de bajo nivel. En un mundo en el que disponemos de potentes smartphones y smartwatches, auriculares, pinganillos y dispositivos bluetooth que funcionan sin cables, cualquier pista es fácil de conseguir en cuestión de segundos. El método más típico es salir a usar el cuarto de baño, durante las largas partidas que duran horas, para recibir ayuda del móvil, como en los casos de Gaoiz Nigalidze o Igors Rusis, que fueron expulsados por tres y seis años, respectivamente. Tan es así que la FIDE (Federación Internacional de Ajedrez) prohibe desde hace años recibir «cualquier tipo de ayuda o información» desde el exterior de la mesa de juego. Llevar encima cualquier tipo de dispositivo electrónico moderno es inconcebible; el mero hecho de que suene un teléfono durante la partida supone la descalificación.
En esta época de pandemia, el asunto además se complica: muchos torneos –en los que se mueven respetables cifras en premios– han pasado a celebrarse online, con las dificultades que eso implica respecto a la vigilancia. A los jugadores se les pide instalar una o varias cámaras para verles no sólo la cara, sino también las manos y el teclado; deben estar siempre disponibles a través de WhatsApp, Zoom o Slack, y en ocasiones está incluso prohibido moverse de la mesa. En los torneos más relevantes a veces hasta se les pone un acompañante para examinar la habitación y vigilar el desarrollo limpio de la partida. Para la colección de anécdotas pandémicas queda la de un jugador, otrora expulsado por tramposo, que aprovechó lo «normal» que es llevar mascarilla protectora para presentarse a participar en otro torneo bajo un nuevo nombre. Le pillaron de nuevo.
La forma más típica de hacer trampas es usar un motor de análisis en un smartphone que analiza la partida, escondido en el regazo, y echar un vistazo de vez en cuando. Es como el dopaje del ajedrez; fácil de hacer y difícil de detectar (uno o dos movimientos en una partida de 40 ó 50 no se notan demasiado). Los jueces saben de estos métodos y vigilan la mirada de los jugadores para asegurarse que siempre tienen los ojos en la pantalla del tablero; algunos expertos han sugerido incluso instalar software de eye tracking (seguimiento visual de los ojos) para medir su «concentración».
El problema de fondo es que a menos que se pille a los tramposos in fraganti es difícil demostrar que un buen jugador ha recibido ayuda de una IA o de otra persona: casi todo lo que hay son indicios. Un reciente caso ha sido la acusación contra Tigran Petrosian, cuyo equipo quedó descalificado en un torneo de la liga Pro Chess por jugar «demasiado perfectamente» cuando empezaron las semifinales. Los expertos comparan las jugadas realizadas por los protagonistas con las líneas de los análisis de los motores de ajedrez más conocidos, buscando «demasiadas similitudes». En realidad todo son suposiciones, pistas e indicios que comparan lo que se supone que haría un jugador humano frente a las recomendaciones de los motores de ajedrez.
La situación es complicada porque con cada hay vez más torneos masivos online, con mayores y jugosos premios, y detectar a quienes hacen trampas requiere tiempo y dedicación. En los grandes torneos oficiales de la FIDE esto no es tan preocupante porque ningún jugador serio se arriesgaría a perder su reputación, pero cuando no hay tanto por perder, muchos corren el riesgo. Los expertos debaten además las cuestiones de fondo, como si la «cultura del éxito» de las últimas décadas supone una presión excesiva para muchos jugadores jóvenes que no ven más opciones que ganar a cualquier precio, aunque eso suponga la humillación cuando son atrapados con las manos en la masa… O en el teléfono móvil, en este caso.
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